viernes, 29 de enero de 2010

Cara de girasol

Me saco el cinturón, abro la puerta y empiezo a rodar entre los girasoles que plantaron en la banquina. Aunque me duele todo el cuerpo y casi no puedo moverme, me arrastro hacia el alambrado para que no me vea y cruzo hacia adentro del campo. "Ahí no puede encontrarme", pienso, controlando la respiración, mientras apago y prendo el celular para que encuentre señal. No tengo a dónde llamar, ningún teléfono agendado que me sirva para salir de ese lugar, pero igual imagino la conversación: "Pasáme con Tadeo, tía; vení a buscarme, me tiré del auto y estoy en un campo de girasoles de los quizás 40 sembrados que separan las dos ciudades; sí, te espero, tengo miedo pero voy a estar bien, no le digas a nadie para que no se asusten". Descarto la idea de correr a alguna de las casitas que se ven como en maquetas desde la ruta. "Tal ves no haya nadie; si voy me puedo encontrar con más personas peligrosas, es mejor quedarme acá quieta y alerta". Entonces pestaneo y miro de reojo el velocímetro, "vamos bastante rápido como para caer, si me dice algo le contesto que mi papá es policía o mafioso y lo puede encontrar porque yo soy muy rápida para retener números y ya le tomé la patente del auto, no sé su nombre pero lo puedo averiguar fácilmente preguntándale a mi primo". Me pica la pera, la nariz, el cachete. Cuanto uno más quiere estar quieta, el cuerpo más molesto se pone, como cuando te pintás las uñas y de repente te vienen las ganas de hacer pis. Me acomodo el pelo para que no quede tan a la vista el escote, que mucho no deja ver porque mucho no hay tampoco; el celular gira, vibra cada tanto y contesto moviendo solo los pulgares, ya descarté también la idea de simular una conversación, "qué diría? que estoy yendo, no se preocupen, en 20 minutos estoy por allá y si no aparezco llamen a la policía", como cuando hice que le avisaba a mi viejo volviendo del boliche... era chica, no sé por qué también había sentido miedo, no era para tanto entonces. No era como ahora: había tomado la decisión equivocada solo por no pasar por cagona y decirle que no, que no me subía, que pensaba que el transporte era otro y viajaba más gente, que podría ponerme el emepetrés que no había llevado y no tener que dirigirle la palabra a nadie durante una hora, que iba a leer uno o dos capítulos de Malinche durante el viaje, que tal vez llamaría a mi mamá para pasar el tiempo e intercambiar noticias, que al decir la dirección en la que me esperaban no hubiera tenido que rastrearla en un mapa destartalado para indicarla, que mi bolso pasaría desapercibido entre los bultos, paquetes, papeles, trámites, encomiendas que transportaba. Estaba ahí sola, o practicamente sola con el suave sonido de una radio que cada tanto se perdía y el asqueroso masticar de ese chicle blanco sin gusto, me imaginaba, que rodaba entre sus muelas y volvía al borde de la boca amagando con convertirse en globo. Tal vez él también me tuviera miedo, mi mamá dice que cuando quiero me pongo tan seria que parezco mala. No podía saberlo. Además, el tendría más fuerza que yo, aunque podría inventar un comentario de esos que se dicen por ahí como que "qué peligrosa que está la calle" y agregar que "últimamente siempre llevo un gaspimienta en la cartera". ¿Y si el aviso me jugaba en contra y antes de atacarme tiraba mi bolsito playero por la ventana como para asegurarse? Estaba tan confundida... ese hombre me iba a arruinar la vida, y la vida se arruina para siempre, no había vuelta atrás y yo no me decidía por ninguna de las estrategias. Llegamos a la rotonda, pensé que pasaba de largo y entonces indiqué por dónde debía doblar, ya estaba ubicada. Pregunté cuánto le debía y dejé ver todas mis arrugitas de los ojos como queriendo no escuchar su respuesta y por quince pesos y un beso que no se merecía recobré mi libertad. "Podrías haber puesto cara de girasol", me dijeron.

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